La vida es sin duda adversa para todos nosotros, pero no solo por nuestras limitaciones y vicisitudes externas que nos pudieran afectar, sino paradójicamente por los pocos o muchos talentos que nos han sido otorgados. Y es que educar nuestros talentos, orientarlos, hacerlos coincidir en sintonía para retribuir en algo a la humanidad no es cosa fácil. La mayoría de las ocasiones los utilizamos con torpeza, con arrogancia, a destiempo unos de otros y terminamos dispersos, débiles, iluminando tan solo tenuemente nuestro derredor.
Mantener el rumbo definido de nuestros esfuerzos, metas, sueños, valores e ideales, concentrándonos en lugar de dispersarnos, es la esencia de la vida misma y ahí está situada la semilla de la espiritualidad, de la trascendencia y de la inmortalidad de nuestra alma. Nuestros talentos, bien empleados, son las cuerdas áureas, los hilos divinos con los que vamos envolviendo nuestro camino, son las espirales que entretejiéndose, confinan nuestros sentimientos, nuestros razonamientos y nuestras acciones, dándoles la dirección de nuestro destino, dirigiéndolos hacia el cumplimiento de nuestra misión. Si sabemos hacer resonar al unísono nuestros talentos, si apretamos simultáneamente sus cuerdas, nuestro camino será intenso y diáfano, sólido y brillante, cual rayo láser que atraviesa hasta el acero sin perder su dirección original.
No necesito describir lo difícil que es encontrar la sintonía de nuestros talentos; siempre es más fácil distender sus cuerdas, apretar unas mientras aflojamos las otras, justificar que no podemos y abandonarnos al azar; quejarnos de que el destino nos golpea y sentarnos a llorar mientras la presión interior se nos escapa. Encontrarse con una persona que si lo logra es un evento excepcional, de uno en cien mil tal vez, y cruzar tan solo una mirada con ella, ver en el fondo de sus ojos esa plenitud incomparable de la satisfacción de no haber cedido al canto de las sirenas, de no haber abandonado la ruta a pesar del viento y de las ganas instintivas de descansar, es algo tan profundo, tan reconfortante al espíritu que lo contagia a uno del deseo de seguir luchando en nuestra propia realidad por nuestras propias responsabilidades, contra nuestros propios vientos, abrazando con júbilo nuestra propia cruz. Oír hablar a tales personas es escuchar, más que un consejo o una sugerencia específica, la fórmula eterna, el evangelio inmutable para el género humano que se repite y se aplica a pesar de las épocas tan variadas y tan contrastantes.
Como se lo dije una vez, Sr. Menchaca, usted es uno de estos tipos y el haber coincidido dentro de su luz enfocada aumenta mi deuda con la vida. No se si seré buen alumno, ni si podré absorber toda su esencia. Si termino disperso y débil será culpa mía, desde luego, pero si encontramos la sintonía de nuestros talentos y terminamos sentándonos en la misma mesa de los Vikingos, allá en la Ciudad Prometida, tenga la seguridad de que mucho habrá sido por usted. Sé que su cuerpo ha sucumbido, pero sé también que ha cedido solo para demostrarnos que era humano, como lo dijo ya Víctor Hugo al referirse a Waterloo. Su espíritu, su luz brillante y diáfana, cual luz láser, sigue aquí, es inmortal.
Dr. Gustavo E. Torres Cisneros (1960-1998)
2 comentarios:
Pues es un talento tambien el saber utilizar bien los talentos.. :p
sigue aqui es eterna...
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